Columna de Eugenio Severin, publicada en Entrepiso.cl
La discusión educativa nacional e internacional en los últimos años ha estado cruzada por la demanda de mayor calidad. Más allá de los resultados en los test internacionales y nacionales, que han mostrado escaso progreso, operan también otros parámetros, como las crecientes tasas de abandono escolar en la educación secundaria.
Este fenómeno, que comenzó hace varios años en los países desarrollados, ya está notándose también en la educación chilena, con el agravante de que los estudiantes que dejan la escuela no lo hacen, como hasta hace algunos años, debido a la presión económica de generar ingresos o apoyar a las familias, ni a los embarazos adolescentes, sino fundamentalmente como una decisión personal basada en que no encuentran sentido ni utilidad a la experiencia que tienen en los establecimientos educacionales. No están dispuestos a seguir “perdiendo el tiempo” allí. Hoy en Chile el 15% de los jóvenes menores de 25 años no trabaja ni estudia (OECD, 2013). La crisis del COVID-19 no ha hecho sino acentuar este riesgo, al punto que el MINEDUC formó un grupo de trabajo para abordar este desafío.
Los diferentes gobiernos que ha tenido Chile desde el retorno a la democracia han incrementado una y otra vez los recursos económicos destinados a mejorar la calidad de la educación, con resultados por debajo de lo esperado y muy menores a los necesarios.
Muchos docentes, estudiantes y especialistas en educación han planteado que el problema precisamente es que el paradigma educativo sobre el que se encuentra construido el sistema educacional es el que simplemente no tiene posibilidades de rendir mejor. Vale la pena, entonces, revisar en qué consiste el paradigma actual.
El modelo educativo implementado en la mayoría de los países occidentales, y ciertamente en Chile, se basa fundamentalmente en el paradigma industrial y utiliza tres estrategias principales: estandarización, competencia y privatización.
La estandarización establece un conjunto de reglas normalizadas a las que todo el sistema educativo y todos los actores están obligados a adscribir y que se expresa en tres componentes. Primero, un plan de estudios único, rígido y detallado, basado en asignaturas separadas disciplinariamente, y sobre el que existe escasísimo margen de flexibilidad para escuelas y docentes. En nuestro país, por ejemplo, el currículo de séptimo básico establece la obligatoriedad de 10 asignaturas, cada una con un promedio de 21 objetivos de aprendizaje para el año, lo que se traduce en 210 objetivos de aprendizaje a cumplir por docentes y estudiantes en un año escolar que tiene 180 días de clases. Eso significa que todos y cada día las escuelas deben cumplir 1,2 objetivos curriculares. ¿A qué hora podría intentarse algo diferente?
El segundo componente es una pedagogía frontal, en que todos los estudiantes, separados según su fecha de nacimiento, son expuestos a los mismos contenidos, presentados de la misma forma a todos, al mismo ritmo y secuencia. Y el tercer componente es la evaluación, que consecuentemente, es también estandarizada, los mismos test, aplicados intensiva y regularmente para medir la adquisición de los contenidos por parte de estudiantes, docentes y escuelas.
La máxima de los procesos de estandarización es la eficiencia. Un contenido único, entregado de una manera única y medido de una única forma, permite simplificar el proceso y focalizar los recursos. Buena parte de los recursos invertidos en los últimos 30 años en Chile han estado destinados a perfeccionar la estandarización. Un currículo cada vez más detallado y sobrepoblado, unas guías y pautas cada vez más precisas acerca de la forma de enseñar, y pruebas estandarizadas en crecimiento. Solo en los últimos años el MINEDUC se ha abierto a discutir la posibilidad de un currículo más flexible y la Agencia de la Calidad ha comenzado a trabajar en otros indicadores de calidad, pero en ambos casos con una timidez y lentitud preocupantes.
La segunda estrategia del paradigma industrial es la de la competencia. Las escuelas, los docentes y los propios estudiantes, compiten por recursos, por matrícula y por su posición en rankings que los padres y la sociedad deberían considerar a la hora de elegir establecimiento y juzgar su calidad. Este fenomenal argumento ha sobrevivido desde 1981 en Chile a pesar de la abrumadora evidencia de que las razones de los padres para elegir establecimiento no tienen nada que ver con rankings, y se relacionan más con los proyectos educativos, las redes familiares y de amigos, la infraestructura y la cercanía con el hogar.
La privatización de la educación es la tercera estrategia del modelo industrial. Las razones para privatizar son varias: intensificar la competencia, abrir la posibilidad de variaciones en las propuestas educativas por la vía de la “diferenciación de mercado” y aliviar la carga fiscal trasladando las inversiones al sector privado, aumentando el gasto privado en educación (Chile tiene uno de los gastos privados en educación escolar más altos del mundo).
Como puede verse, con el tiempo, el modelo se ha convertido en un sistema sólido y coherente, y las tres estrategias se refuerzan una a otra. El problema es que sus resultados han sido y siguen siendo pobres, incluso medidos por las métricas que el mismo paradigma se ha propuesto (SIMCE, PISA, TIMMS, ERCE). Para qué decir desde el punto de vista de una definición más amplia de calidad educativa.
La UNESCO propone cinco dimensiones para considerar la calidad de la educación: pertinencia, relevancia, equidad, eficiencia y eficacia. Nuestro paradigma educativo actual es casi ciego a las primeras cuatro dimensiones y solo mide su eficacia, en la que para colmo, sus resultados no son buenos.
En lugar de seguir tratando de reparar el modelo, ¿no será hora de pensar en cambios más profundos, en el paradigma educativo que nos mueve, de manera de ampliar la mirada sobre lo que significa una educación de calidad en el siglo XXI? En el próximo artículo revisaremos algunas características distintivas de un posible nuevo paradigma.